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No me alcanzan las manos, el tiempo, ni las páginas del alma para escribir y relatar tanto que estoy viviendo en este viaje. Un viaje extraño, raro, que no encaja en ninguna categoría, mezcla de turista y de trabajador golondrina, mezcla de mujer exploradora y de nómada digital… 

Hoy escribo desde Quito, Ecuador. Hace 10 días que estoy aquí, de a poco adaptándome a este nuevo país, a este nuevo mundo, a dos horas menos, a una economía en dólares, a la altura y el clima. Quito es asombroso, no, no es una ciudad linda, es intensa, es áspera, es una ciudad de enormes cicatrices, plagada de historia, de dolores y de resurrecciones, de pánico y abismos por todos lados. Aquí donde se unen – ¿o se chocan? – los hemisferios, donde se mezclan, o eso intentan, lo viejo con lo nuevo, lo antiguo con lo moderno. 

Como ya les he contado, mi viaje no consiste en solo buscar lugares bonitos, o divertidos, no quiero un turismo de entretenimiento. Busco experiencias, aprendizajes, quiero que me crezcan en el alma paisajes, quiero que el viaje me transforme. Salgo de los circuitos de la pura distracción, para ir hacia donde vive lo cotidiano, lo simple de la gente de cada lugar. Uso el transporte público, hablo con la gente local, les pregunto de sus vidas, bebo el agua que beben, como lo que comen… ese es mi viaje. 

La América Andina no es ninguna sorpresa para mi, nací bajo el arrullo de sus estrellas, respiré la puna, y me bañaron esos soles quemantes. Sin embargo, llegar a este país volvió a encender lo desconocido en mi.  Ecuador es otra América. Aunque la gente de aquí se parece a todos lo que conozco. Cualquiera podría ser mi pariente cercano. Aún así, es Otra, es Más.  

Los primeros días salía a explorar el mundo allá afuera, sacaba fotos apuradas, como cualquier recién llegada. Me deslumbraba cada esquina, caminaba desorientada y confusa, sin lograr ordenar nada en mi mente. Hasta hace apenas unos días, que pude por fin hacer alguna síntesis, un mapa interno de donde estoy en realidad. Fue durante mi visita al museo y casa de Guayasamín (1919 -1999), un artista enorme, de esos que son ampliamente trascendidos por la fuerza de sus obras. 

Antes de empezar, quiero reconocer públicamente que no sé nada de arte. En esta ocasión la ignorancia jugó a mi favor, me salvó de entrar a ese lugar con la pesada armadura del saber. 

Aquel día bajé de prisa hacia la planta más profunda, solo para llevar la contraria de lo que sugería el recorrido formal. Apenas llegué fui tomada por sorpresa, tomada de todas las formas que se puedan imaginar, por la FUERZA de ese lugar. Solo así puedo explicar… Cómo es que 10 minutos después, estaba llorando a lágrima viva frente a un cuadro colgado en una pared?

Que me pasó? me atravesó la historia… me sacudió. Me galoparon en un instante, todos juntos, los caballos de la memoria. 

Mientras un guía hablaba en inglés a una turista, yo podía entender claramente lo que le decía, le contaba la Historia Latinoamericana. “Esta obra retrata la dictadura Chilena, esta la de Nicaragua. Esta refiere a los desaparecidos, esta a las madres que perdieron sus hijos en las épocas de la guerrilla. Esta a los niños que mueren en las calles”… yo intentaba imaginar qué le pasaría a esta mujer por el corazón, por las venas, a qué le sonaría esta historia nuestra,… supuse que del mismo modo que me sonaría a mi, escuchar la historia de Ana Frank, visitar El Muro, o Auschwitz. 

Había elegido hacer el recorrido sin guía, para poder ir más a mi tiempo y disfrutar de mis silencios. Aun así no había podido escapar de lo que estaba escuchando: dictadores, sufrimiento, desaparecidos, sangre, todas esas palabras que podría reconocer en casi cualquier idioma que exista sobre este mundo. 

Odié profundamente a Guayasamin, lo odié por mostrarme otra vez lo que insisto en olvidar, lo odié por dejarnos desnudos ante el mundo, ante estos extranjeros que ojalá solo se llevaran de estas tierras fotos bonitas para sus redes, y les contaran a sus amigos, lo hospitalarios y felices que somos los latinos. 

Así es el arte que es eterno, te atraviesa como flecha, no te pregunta, te envenena de espanto, y no te podes mover. Y aquí estoy, escribiendo sobre esta experiencia, porque es lo único que sé hacer cuando no sé que más hacer con lo que siento.

Salí de ese lugar, extravagante y brutal, lamiéndome las heridas. 

Un jovencito que apenas hablaba español salía también, ingenuamente con su cámara de fotos colgada al cuello, y le dije lo que le diría cualquier paisa: “No puedes llevar tu cámara así, tienes que guardarla (ocultarla)”. Quería explicarle… aquí aún vive ese hambre y esa desigualdad a la que le acabas de sacar fotos, nuestra historia está a latido vivo… 

Me duele esta miseria nuestra, me duele todo el tiempo tener que cuidarme de “no parecer turista”, me duele que soy la que ha crecido con lo que para otros es impensable. 

Aquí, mis amigos, en la mitad del mundo

de ratos en el hemisferio norte y de ratos en el hemisferio sur, pienso y vuelvo a pensar, ¿cuál será la línea que por fin nos una? ¿Dónde podremos encontrarnos el norte y el sur, el arriba y el abajo, lo antiguo y lo moderno? 

Hace unos días fui a La Mitad del Mundo, en una parte es posible asistir a diversos experimentos que muestran los fenómenos naturales de la latitud 0. Uno de esos experimentos muestra como en realidad ambos hemisferios no se tocan, como hay una franja donde todo se diluye, donde no hay encuentro… rompió mi corazón. Cómo podremos? cómo lograremos como humanidad unir mundos? devolvernos a aquella soñada unidad que pareciera que alguna vez perdimos… lo femenino y lo masculino, la dulzura y la hostilidad, el corazón y el cerebro, la serenidad y la acción, la prosperidad y la austeridad.  

Hoy, en La Capilla del Hombre, de rodillas frente a la llama que no se apaga, frente al arte que dice siempre más de lo que las palabras podrían… miro el museo, impoluto, perfecto, limpio y perfectamente protegido, a mil quinientos escalones sobre la ciudad… y miro el mural, en la calle rota, en las palabras susurrantes de la gente, en los colores que disfrutan los ojos, en esa distancia entre un auto de lujo y un joven limpiando vidrios. Le rezo a Dios y le rezo al hombre, confiando en que son la misma cosa. 

Vuelve a mi esa canción revolucionaria, de esos, que también son mis ancestros “Cuando querrá el dios del cielo que la tortilla se vuelva… “ que los pobres y los ricos sean sólo categorías de un mundo viejo que ya casi no cabe en nuestro entendimiento. No veré ese mundo, pero lo puedo imaginar.

Miro por la ventana, mientras acabo de escribir este artículo, y ese montón de edificios allá afuera podría ser de cualquier ciudad del mundo. Luego bajaré a comer, y las papas andinas, el mote y el encebollado, me recordarán que esta es una tierra sabrosa y nutricia, tan cálida como sus caldos, tan dulce como sus frutas… sabores mansos que suavizarán todas las amarguras de mi corazón. 

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