
Crónicas de viaje
En el mar no todo es una dulce postal, a veces nos expone a ser testigos de crudos eventos.
Una tarde volvía de correr por la costanera de Mar del Plata, disfrutando del aire helado del invierno, admirando la fuerza desafiante de las olas al chocar contra las rocas… por un momento me parece ver algo raro en el agua, miro a mi alrededor para confirmar si alguien más está viendo. Dudo de mi percepción porque no soy una mujer de mar, y siempre creo que la gente local ve cosas que yo no puedo.
Sigo caminando. Mi percepción empieza a confirmarse cuando un hombre salta al agua, con un salvavidas amarrado a su cuerpo. La gente se amontona, algunos llaman a emergencias. Unos pasos más adelante entendería la escena completa.
Lo veo. Hay un hombre parado en las rocas, completamente mojado, mirando fijo hacia el mar, justo al borde de donde rompen peligrosamente las olas. Es un intento de suicidio.
Desde el mar el guardavida grita: “agárrenlo, sáquenlo de ahí!”. Hay una altura de casi 3 metros desde donde estamos hasta la rocas. Alguien tiene que ir por él, y eso supone exponerse a ser arrastrado por las olas… Hay varios hombres mirando, runners, jóvenes, atléticos, alguno tiene que saltar, pienso, alguno de los hombres nacidos y criados aquí, capaces de nadar en aguas abiertas, alguno tiene que saltar… el hombre camina en shock por el borde de las rocas. Nadie baja. Finalmente se lanza un hombre, un hombre común, de unos 40 años, que lo toma con firmeza y lo acerca a la orilla.
El guardavidas, grita una vez más “súbanlo, súbanlo”. A duras penas, entre varios hombres logran levantarlo. Queda de este lado, fuera de peligro, tendido en el suelo, aterido y temblando.
La gente se agolpa alrededor, todos le preguntan al mismo tiempo: ¿Qué te pasó?, ¿Cómo estás?, ¿Cómo te llamas?, el hombre visiblemente aturdido, se pone en posición fetal. En medio de ese caos, hice lo único que creí que podía hacer, me senté junto a él en el piso y le tomé la mano, él se aferró con fuerza, mientras lloraba y pedía – mamá, mamá-. Me sentí inmensamente conmovida, quizás porque entiendo de los bordes del espíritu humano, y conozco cuáles son esos límites en los que los adultos lloramos, pidiendo por nuestra madre.
Los gritos alrededor me vuelven a la realidad, está en riesgo de hipotermia, hace mucho frío y está completamente mojado. “Por favor una campera, una manta, alguien traiga algo con qué taparlo!!… empiezan a acusarse unos a otros, – dale vos tu campera si tanto te preocupa!”– Más gritos: ¿por qué no viene la ambulancia?
Se detiene una ambulancia que pasaba por ahí, solo lo miran y dicen: somos medicina privada, no podemos hacernos cargo, y se van. La ambulancia “oficial” estaba con otras emergencias y no llegaría hasta mucho después.
Crece la euforia… llamen a servicios sociales!, un médico!, gritan, maldicen, el sistema funciona fatal, no hay ética médica, esto es abandono de persona…¡se muere de frío!!, que alguien haga algo!!
Claro que me duele ver a una persona querer terminar con su vida, pero soy psicóloga, y de algún modo me siento preparada para esto. Lo que realmente demolió mi corazón, fue ver como luego de 5 minutos de tan explosiva indignación, el mundo siguió su curso y junto a este ser humano quedamos 3 personas… y ningún abrigo.
Recuerdo que llevaban puestos sweaters y tapados, algunos llevaban gabanes, y bufandas y gorros, y hasta algún abrigo en el brazo por si acaso… en mi incredulidad, y mientras sostenía su mano que no dejaba de temblar, rogaba: – ojalá no estés escuchando esto -.
Pasaban los minutos, cuando estaba a punto de darle mi suéter, (yo llevaba algo liviano porque había salido a correr), y sintiéndolo mucho porque significaba tener que soltar su mano e irme a casa; en ese momento, vino una familia trayendo un cartón. Otra persona llegó con una manta y un cubre parabrisas, y entre todo eso logramos mantenerlo, apenas al límite de la hipotermia.
Luego llegaron 2 policías, tan impotentes como cualquiera de nosotros. Juntos esperamos durante 40 insostenibles minutos, hasta que finalmente llegó la asistencia médica.
Me reprocho a mi misma que podría haber hecho más…
Supongo que por eso estoy escribiendo esto… me quedé con la amarga sensación de que no sabemos cómo cuidarnos los unos a los otros. Lo más simple nos aturde y nos desalienta. Somos como niños pretenciosos pataleando, cuando lo único que la realidad nos pide, es un acto de amor. Pudimos formar un escudo humano para protegerlo del viento, alguien pudo acercarle agua caliente de tantos termos materos que andaban por ahí, o traerle un café, cuando vimos que no tenia ningún hueso roto pudimos subirlo a un auto y llevarlo al centro médico… pero no lo hicimos.
Me descorazona ver cómo el dolor de otro ser humano, nos pasa por delante como un reel de Instagram, despertando solo emociones efímeras, de las que entramos y salimos en un parpadeo. Pude verlo, los zombies de las películas del fin del mundo ya están aquí, y somos nosotros.
Solo como reflexión diré esto; mientras pasaban los minutos y tratábamos de mantener abrigado a este hombre (que resultó ser un muchacho de solo 26 años), no podía evitar pensar: es el hijo de alguien, hay una madre en algún lugar a la que se le va a romper el corazón cuando se entere. Pensaba cómo quisiera que cuidaran a mi hijo si estuviera en una situación así, cómo me gustaría ser tratada yo misma en un momento como este… y creo que me gustaría ser abrazada y abrigada, sin ningún juicio, sin reclamos, sin gritos histéricos alrededor. Solo abrazada por seres cálidos y amables.
Quizás eso sea lo que buscan los que mueren, porque aquí, de este lado de la humanidad, no lo han encontrado.
Un vértice luminoso
No todo el tiempo tengo esta mirada sombría. Por momentos recuerdo el gran valor del “hombre común” que se lanzó al agua para ayudar a un desconocido, nadando sin traje de neopreno en esas aguas heladas y con la marea revuelta. La decisión del que saltó 3 metros. Veo la fuerza de los que lo subieron, el gesto de la mujer que trajo una manta, los que se quedaron hasta el final, por si podían ayudar en algo… y si, suena mejor.
Quizás, y solo quizás, – porque no tengo la más remota idea de cómo escapar de esta debacle -, sea tiempo de dejar de suponer que vendrá alguien a salvarnos, el estado, la policía, algún especie de “adulto responsable”… y asumir que a nosotros nos corresponde. Y que si no logramos hacerlo, entonces será tarde. Y tarde no solo para el que le toque, en la gran rueda de la vida, estar del lado de los que caen.
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PTA. Aun hay más de Mar de Invierno. Habrá parte II, porque sigo siendo testigo de historias. Y de eso va este espacio, de contar el mundo que veo.
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